Quién me iba a decir que aquella tórrida jornada agosteña del 2007, sumido como me encontraba en aquella especie de decorado de película de Sissi Emperatriz que sigue siendo Praga, sería el día en que nacería para la historia la ya famosa crisis de las hipotecas subprime. Inicio de un periodo que muchos historiadores han dado en llamar la Gran Recesión.

Aún recuerdo el comedor de aquel hotel vetusto llamado Romántico. Al fondo podía oírse, pues el sonido salía a borbotones sin control, más que verse, un televisor robusto de la marca Grundig. Me encontraba sentado junto a la ventana y a mi lado dormitaba un viajero ya veterano de color rosáceo, muy “british”. Luciendo una extraña combinación de vívidos colores en su blazer y un pañuelo impoluto asomándose levemente por el borde del bolsillo superior izquierdo. Cuando el único canal checo que se podía sintonizar se disponía a dar las noticias, acerqué el oído derecho como si eso me facilitase la comprensión de aquel galimatías. Entonces el viajero, que compartía la sala conmigo, me comentó en inglés: “Supongo que usted entiende algo, ¿no? Ya que veo que escucha con atención”. Le contesté: “No crea ni uno solo de mis gestos, no entiendo ni una fucking word, querido amigo”, y soltó una gran carcajada. Cuando llegó la publicidad, nos miramos y llegamos a la conclusión de que podía tratarse de un crash importante. Mirándome por encima de las gafas me dijo: “La democracia y sus instituciones, que damos por sentadas desde siempre, se tambalearán. Ya verá usted como es así”. Tan mal augurio me dejó pensativo mirando al hermoso río Moldava.

Acontecimientos históricos de Praga

Años después, aun cuando se sucedieran acontecimientos históricos por todos conocidos. Como la caída del gigante Lehman Brothers y de las entidades públicas hipotecarias de EE.UU. La compra masiva por parte de la administración Bush de toda empresa viviente que supusiera un riesgo sistémico y demás sobresaltos financieros. Yo aún seguía pensando ingenuamente que básicamente las instituciones políticas de los grandes países seguían tan recias como antaño, y que las consecuencias de tamaño hundimiento acabarían siendo solo económicas. Claro, era demasiado joven aún para analizar lo recién ocurrido con la perspectiva que aportan los años.

Excepto en cuestiones relacionadas con desastres meteorológicos, en donde asumimos nuestra falta de control y nos contentamos con poder predecir los desastres a tiempo. En general nos negamos a aceptar que la economía de mercado (con enormes defectos pero la que nos ha traído a este nivel de desarrollo y bienestar) describe líneas que muy bien podrían equipararse a las de las oscilaciones de las temperaturas en las distintas estaciones del año. Es decir, los indicadores macroeconómicos que nos dicen si una economía está en crecimiento o en recesión describen ondas. Unas veces más leves, otras más pronunciados. Realizan movimientos que parecen erráticos cuando realmente, en muchas ocasiones, lo que están haciendo es marcar una tendencia ascendente como es el caso. Si durante un momento tuviéramos la serenidad de observar con perspectiva la tendencia histórica del PIB de las principales potencias industrializadas. Desde que se empezó a realizar este tipo de estudios allá por el siglo XVIII, caeremos en la cuenta de que la tendencia histórica es completamente alcista. Las distintas recesiones y depresiones provocadas por colapsos financieros, guerras, independencias y demás desastres que asolaron el siglo XIX y el XX. El presente si incluimos esta última recesión, no dejan de ser correcciones enormes de una tendencia alcista de larguísima duración.

Comprender la Economía

Pero la desinformación financiera en España y, en otros muchos lugares, impide entender que la actividad económica se mueve por ciclos. Parece inherente a la economía de mercado. La mejor manera de apreciar esto es pasando los datos abstractos y, muchas veces áridos, de la macroeconomía a la información visual que aportan los gráficos. Ahí es donde se apreciarán con nitidez las ondas mencionadas a modo de escalones en el recorrido. Al igual que los antiguos barcos veleros, siempre a merced de los vientos veleidosos, describían trazados sinuosos hasta llegar a puerto.

Es decir, en economía no existen las líneas rectas y un descenso brusco en muchas ocasiones no es más que síntoma de una recuperación robusta. ¿Qué ocurrió tras las caídas bursátiles y la recesión que provocaron? No fue el final del mundo como algunos pronosticaron, ni se abrió la tierra en dos. Contra todo pronóstico, las medidas tomadas por el secretario del Tesoro de EE.UU. Johnson, tiritas al comienzo en medio de una gran hemorragia, pero vendas y operaciones a corazón abierto después, empezaron a calmar a los mercados. Insuflando liquidez al mercado como antes nunca se había visto, el presidente de la Fed Ben Bernanke dejó claro a los chicos de W. Street que a él no le pillaría esta crisis con el paso cambiado como ocurrió en el 29. Obama, ya instalado en la Casa Blanca, aprobó un paquete de estímulos gigantesco que habría hecho enfermar al propio Keynes.

La Situación en EE.UU

La prueba de que la situación empezaba a remontar a los 4 años aproximadamente del crash del 2007. Entonces podían leerse en la prensa de EE.UU. artículos como el del periodista Edward P. Lazear (2 de abril, 2012) en el Wall Street Journal, donde se quejaba de una recuperación muy leve aún, “quizás la más débil de todos los tiempos”. El PIB subía a un ritmo de un pírrico 1,7% en lugar de a un 3% desde los años 70. Nadie reconoció que las medidas habían servido para estabilizar al paciente y situarlo en la senda de la recuperación. Aun así, la tendencia volvía a reanudar su marcha después de una corrección traumática.

Pero la pregunta del millón es cómo explicar, con datos fríos y en medio de la tormenta, al gran público que la economía no sube en vertical. Que hemos abierto el bar en la mejor zona de nuestra ciudad justo cuando la mayoría de gente que tomaba el café con churros, se encuentra ahora tomando ansiolíticos en la cama. Cómo transmitir, con dotes de frialdad científica, que unos hijos de mala ralea han utilizado la lenidad del sistema para hacerse multimillonarios empaquetando cosas extrañas que de pronto no valen nada.

Tardé en convencerme pero ahora veo con nitidez prístina que la falta de comprensión de la situación provocó en la población un hondo malestar contra lo establecido, contra el poder de las instituciones y las mismas. A consecuencia de lo cual y ante problemas complejos e intrincados, que solo se pueden resolver a largo plazo y con soluciones no menos complicadas, surgen los líderes del “arreglo rápido”, populistas de ocasión, proponiendo respuestas simples y aparentemente ingeniosas. En unos países los populistas estarán escorados a la derecha y en otros como en este nuestro hacia la izquierda más extrema de Europa, tratando de hacer creer que el sistema económico está podrido desde sus raíces y anunciando la revolución bolivariana a la española, donde incluso la forma de Estado es un estorbo para sus intereses.

Es ahora, cuando las garras del populismo irresponsable amenaza con cambiar nuestras vidas y apoderarse de nuestras haciendas, cuando necesitamos a ciudadanos formados e informados, conocedores no solo de los rudimentos de la actividad económica sino del funcionamiento cíclico de las finanzas. Es necesario que en nuestras sociedades se instale, como si de un rito religioso se tratase, la buena costumbre de emprender, de entender que el fracaso no es el final sino parte del proceso, que el mercado no es algo cierto y permanente sino que es caprichoso y volátil, que se puede invertir en algo más que en viviendas y, finalmente, que el dinero público es de todos los ciudadanos y no de las “Carmen Calvo” de turno.

Solo así, en mi opinión, seremos capaces de evitar, o al menos en parte, el peligro que supone para nuestras instituciones democráticas el acecho de semejantes lobos con piel de cordero, que acuden raudos a saciar su apetito de poder devorando los cimientos de regímenes democráticos que, si bien muy mejorables, lejos están de necesitar fórmulas retrógradas más propias de una izquierda reaccionaria que de una socialdemocracia contemporánea.

Qué certera resulta ahora la premonición que me hizo en Praga aquel digno heredero de los artistas del Grand Tour.

Juan Ángel Garzón González

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